
Y si a estas venganzas le unimos el rumor aquel que si te “tocabas” demasiado podías quedarte ciego, pues yo, que por entonces me acababan de poner gafas, empecé a preocuparme en serio y a pensar que con Dios mejor no vacilar. Es así como los gafotas de la clase pasaron a convertirse de pelotas insignificantes a una especie de héroes degenerados, enfermos del sexo que desafiaban al mismísimo Creador.
Sin embargo, a pesar de todos lo avisos, a pesar de los arrepentimientos en los que juré no volver a caer en el mal, volví a hacerlo, volví a “tocarme”. En realidad, ya estaba empezando a dominar la técnica y podemos decir que aquello era ya una paja en toda regla. Y, entre castigos, subidas de dioptrías, abstinencias y recaídas, llegó el día en que no pude resistir seguir viviendo entre el bien y el mal. Lo recuerdo perfectamente: la tía más buena del colegio había venido en minifalda y en el recreo jugamos a pillarnos, me rozó, la toqué el culo sin querer, vi sus bragas (también sin querer), sonrió y, a la salida, me acompañó hasta mi portal; antes de despedirse me dio un beso en la mejilla. En cuanto llegué a casa, me encerré en el baño, puse el pestillo, me bajé los pantalones y dije:
-Dios, sé que me estás viendo. Sé que sabes lo que voy a hacer, pero prefiero vender cupones el resto de mi vida a no hacerme pajas.
Y ese día empecé a ser ateo.
Y ese día empecé a ser ateo.