Tuesday, April 25, 2006

Yo nací en el seno de una familia católica, apostólica y romana. Tengo dos tíos curas y otro que está en el Opus. Bautismo, comunión, ostias y misa me acompañaron durante la infancia. Fui un fiel devoto hasta que empecé a “tocarme”. Bueno, fue un poco más tarde, cuando el cura de la parroquia nos dijo que aquello de “tocarse” no estaba nada bien, que para Dios era una grave ofensa y que debíamos reprimir esos impulsos como fuera. Contrariado ante las opiniones aguafiestas de Dios, durante un tiempo no me toqué, y si lo hice fue con cierto cuidado y siempre temiendo su condena. Pero la testosterona es un dios muy poderoso y pronto caí de nuevo en la tentación de dar rienda suelta a mi mente sucia y sedienta de pecado. Fue entonces cuando ese Dios omnipresente me castigó sin piedad haciéndome caer de la bici, haciéndome suspender un examen o haciéndome fallar el penalti decisivo para ganar el campeonato de fútbol del colegio.
Y si a estas venganzas le unimos el rumor aquel que si te “tocabas” demasiado podías quedarte ciego, pues yo, que por entonces me acababan de poner gafas, empecé a preocuparme en serio y a pensar que con Dios mejor no vacilar. Es así como los gafotas de la clase pasaron a convertirse de pelotas insignificantes a una especie de héroes degenerados, enfermos del sexo que desafiaban al mismísimo Creador.
Sin embargo, a pesar de todos lo avisos, a pesar de los arrepentimientos en los que juré no volver a caer en el mal, volví a hacerlo, volví a “tocarme”. En realidad, ya estaba empezando a dominar la técnica y podemos decir que aquello era ya una paja en toda regla. Y, entre castigos, subidas de dioptrías, abstinencias y recaídas, llegó el día en que no pude resistir seguir viviendo entre el bien y el mal. Lo recuerdo perfectamente: la tía más buena del colegio había venido en minifalda y en el recreo jugamos a pillarnos, me rozó, la toqué el culo sin querer, vi sus bragas (también sin querer), sonrió y, a la salida, me acompañó hasta mi portal; antes de despedirse me dio un beso en la mejilla. En cuanto llegué a casa, me encerré en el baño, puse el pestillo, me bajé los pantalones y dije:
-Dios, sé que me estás viendo. Sé que sabes lo que voy a hacer, pero prefiero vender cupones el resto de mi vida a no hacerme pajas.
Y ese día empecé a ser ateo.